FERNANDO RIVERA: EL DIOS DEL SILENCIO
FERNANDO RIVERA: El dios del silencio
REGIÓN: AREQUIPA
AÑO DE
PUBLICACIÓN: 2023
VALORACIÓN: LECTURA
NECESARIA (4/5)
EDITORIAL: ALETHEYA
La narrativa en Arequipa ha sido,
a grandes rasgos, un fenómeno irregular, disperso e insular. Es cierto que
contamos con grandes maestros de la narración como María Nieves y Bustamante o
Augusto Aguirre Morales, o con novelistas excepcionales como Edmundo de los
Ríos, Teresa Ruiz Rosas o Yuri Vásquez, y con cuentistas notables como Juan
Pablo Heredia o Carlos Herrera. Sin embargo, esta tradición narrativa todavía
espera la conformación de un grupo o movimiento que reúna orgánicamente todas
estas excelentes iniciativas y le den un sentido más direccionado. En este
selecto grupo se agrega, naturalmente, la figura de Fernando Rivera (1965), quien,
junto con Goyo Torres, Rosa Núñez y Juan Pablo Heredia, conformaron el grupo
Claraboya en los años noventa, en las aulas de la Escuela de Literatura y Lingüística
de la UNSA.
Nació en Mollendo y se mudó a
Arequipa para seguir estudios de Ingeniería, los cuales abandonó para dedicarse
de lleno a la Literatura. Su primer libro fue el cuentario Barcos de arena (Lluvia
editores, 1994), al que siguieron las novelas Invencible como tu figura (UNMSM,
2005) y Ustedes que jamás vieron mi muerte (Aquelarre, 2016).
Actualmente trabaja como docente en EE.UU. La prosa de Rivera fue reconocida rápidamente
por concursos literarios como el Cuento de las mil palabras de la revista
Caretas en los noventa, por lo que su generación vio en él una promesa de las
letras arequipeñas; algo que, con el tiempo, viró un poco debido a la exigente actividad
académica que el autor prefirió.
El dios del silencio (Aletheya,
2023) representa el regreso auspicioso de Fernando Rivera a la narrativa breve
—después de casi veinte años desde su primera publicación—; y, a pesar de todo
ese tiempo transcurrido, es posible notar a un escritor consciente y seguro de
sus herramientas como cuentista. El libro consta de siete cuentos y los ejes
temáticos que atraviesan todos los relatos son la migración, la fabulación, la
violencia, la memoria, el cosmopolitismo, la desolación y la mención/evocación/nostalgia
por Arequipa. Por ejemplo, cuentos como «Operador de sonar» (un pasajero de
avión que conoce a un extrabajador navy que le relata su biografía),
«Pez niño» (el encuentro de dos amigos de adolescencia en un presente marcado
por los recuerdos y la presencia del mar), «Un hoyo profundo» (el viaje de un
padre a Estados Unidos en búsqueda de su hijo) y «El dios del silencio» (el viaje
de regreso a su pueblo natal de un profesor latino radicado en Estados Unidos para
encontrarse con personas de su pasado). En estos conocemos a personajes que se
encuentran en tránsito, viajando, en constante movimiento —tanto interior como
exterior—, ya que realizan viajes de regreso a su ciudad natal o de ida para
poder enfrentarse a situaciones o pasados impostergables. En cuentos como
«Vigía» o «Entre perros», la violencia cumple una función importante para
articular el perfil de los personajes y el destino que los depara:
Guiado por el
ruido llegó a la cabaña de Esteban y encontró a Luzmila. Esteban se desangraba
y Luzmila aferraba un cuchillo entre las manos izado como si fuera un machete.
Sin dejar de mirar el cuerpo agonizante, Luzmila le dijo que una de las mujeres
acababa de contarle el día anterior que Esteban había sido un combatiente del
ejército del Terror (Vigía, p. 31).
Siguió al agente
y comprendió que un perro se había cruzado delante de las ruedas. Estaba tirado
en el piso aullando de dolor y le temblaba una pata. Aníbal pudo ver que era un
perro chusco, de un color oscuro impreciso. (…) De pronto, algo se encendió en
su cabeza y sintió que el fuego ardía en sus ojos. Descargó una andanada de
patadas sobre el cuerpo de esa cosa animada. Más tarde, Paco le contaría que
primero se avivaron los aullidos y después solo se oyó el golpe seco de los zapatos
contra el cuerpo (Entre perros, p. 76).
Además, en la mayoría de ellos se
hace mención a la ciudad de Arequipa como un espacio que, si bien no es
fundamental, se encuentra presente entre los resquicios de la memoria de los
personajes.
Entre las cosas más destacables
de este cuentario es el lenguaje utilizado. Las descripciones son cuidadas,
precisas y muy visuales. Rivera busca el equilibrio y la palabra exacta para
crear imágenes inolvidables: «Al comienzo disfrutó el paisaje con un gozo
inmaculado. El valle se abría como una flor humillando la boca oscura de la
excavación minera (Vigía, p. 26); «Por el contrario, titilaba como una estrella
caída en la serranía que no sabía cómo volver a colgarse del cielo (Vigía, p. 27)».
«Había tomado unas cervezas y el agua para mí se había convertido en un animal
peligroso que se contemplaba de lejos» (Pez niño, p. 78). «El descubrimiento de
esa cueva se convirtió en el secreto que los uniría como a dos islas que
compartieran el mismo lecho submarino» (El dios del silencio, p. 94).
Por otro lado, los cuentos destacan
por la atmósfera nostálgica y reflexiva. Los personajes siempre están apelando
a la memoria, y su actualidad se ve interrumpida por ráfagas de recuerdos que ayudan
a construir y comprender mejor el tiempo actual de sus vidas. Esto implica, entonces,
que sea necesario la presencia de un lector atento y paciente, porque los
cuentos de Rivera invitan a recorrer distintos niveles de lectura. Incluso, en
algunos de ellos, la relectura se hace necesaria. El autor construye pasados a
sus personajes y nos hace adentrarnos en ellos como si se trataran de pasadizos
largos y edificantes, porque al término del recorrido se aprende algo nuevo —a veces
sin saber exactamente qué—.
Ahora bien, este recurso
utilizado —el del resumen— por momentos se vuelve repetitivo y distractor, ya
que Rivera lo utiliza en muchos relatos: se nos presenta a un narrador
homodiegético que focaliza la historia en otro personaje y que, en breves
párrafos, aglutina demasiados datos biográficos. Por otro parte, en cuentos
como «Cajas», la voz femenina no es del todo convincente y la historia presenta
muchos personajes y muchas subtramas que entorpecen la potencia del texto.
Además, si bien las descripciones son logradas, hay pasajes donde parecen estar
de más: «El líquido se perdió en la corteza seca de su garganta» (Un hoyo profundo,
p. 62).
Pero si hay algo que debemos
rescatar de los cuentos de El dios del silencio es aquello que no se
dice, que queda oculto, hundido entre los pliegues de las historias que se nos
presenta. Rivera deja como una consigna para el lector el develamiento del
mensaje final del relato. He allí su gran valía como narrador: su brillante
capacidad para decir cosas esenciales sin decirlas directamente.
La aparición de este libro en el
panorama literario regional representa un logro indiscutible de la narrativa peruana
en el siglo XXI, así como la reaparición de un autor importante en la tradición
literaria de Arequipa. La lectura de este libro nos recuerda, también, que probablemente
sea necesaria una nueva edición de su primer libro, Barcos de arena,
para así revitalizar la pluma del excepcional Fernando Rivera.
Hacedor: Anthony Valdivia Valencia
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