GOYO TORRES SANTILLANA: CUANDO LLEGARON LOS WAYRUROS
GOYO TORRES SANTILLANA: Cuando llegaron los wayruros
El interés por los eventos históricos en la
tradición literaria latinoamericana tiene una presencia y consolidación sólidas.
Solo basta enumerar el nombre de autores como Augusto Roa Bastos, Gabriel
García Márquez, Carlos Fuentes, Alba Lucía Ángel, Reinaldo Arenas, Abel Posse,
Carmen Boullosa o Mario Vargas Llosa y Marcos Yauri Montero —en el plano
nacional— para tener una idea clara de lo que la literatura puede hacer con
sucesos pasados como las dictaduras del siglo XIX en Paraguay, la biografía
de Simón Bolívar, los últimos años de
Ambrose Bierce en la revolución mexicana, el bogotazo colombiano de 1948, las
aventuras de un fraile dominico mexicano en el siglo XVIII, el descubrimiento
de América, la América colonial, la revolución de Canudos en el Brasil o la
insurrección de Atusparia en la sierra peruana. A esta larga lista de autores
talentosos —escueta si consideramos su real dimensión— se agregan la figura del experimentado
narrador arequipeño Goyo Torres Santillana y la Guerra del Pacífico.
Nació en Arequipa en 1964 y,
después de pasar por diferentes carreras, se formó como literato en la Escuela
de Literatura y Lingüística de la UNSA (Arequipa). Entre sus publicaciones más
importantes se encuentran los libros de cuentos El amor después del amor (2002)
y Nada especial (2016), así como las novelas Espejos de humo (2010)
y Paradero 25 (2024). El libro Cuando llegaron los Wayruros (Texao,
2015) —cuya reedición por la editorial Hijos de la lluvia (2024) deja entrever
la vigencia que este relato conserva en el plano literario regional— relata la
historia de un grupo de niños enfrentados a la catástrofe de la guerra, específicamente
el encuentro bélico entre Perú y Chile durante finales del siglo XIX.
Como si se tratara de una novela
decimonónica, el libro está dividido en seis episodios con sus respectivos títulos
y un colofón, lo cual nos ofrece una ordenada y dosificada presentación de los
hechos. Con un potente inicio in media res, el narrador nos mete de
lleno en las fabulaciones infantiles de un conjunto de amigos que toma el contexto
social que los envuelve para hacerlo parte de sus juegos cotidianos. He aquí
uno de los grandes valores del libro, el cual, a partir de un evento real en la historia peruana, confronta ingenuidad y tragedia para referirse
a los eventos traumáticos propios de una guerra: «Al igual que las personas
mayores, los niños también vivíamos el momento de la espera, aunque a nuestro
modo. Después de las obligaciones, nos reuníamos para jugar a la guerra» (p.13).
El narrador anónimo y colectivo —el cual nunca devela su nombre y prefiere
focalizar el peso protagónico en los niños líderes de los bandos peruanos y chilenos y la población en general—
describe un ambiente tenso y ansioso por la llegada del ejército enemigo contrastándolo
con la despreocupación propia de los infantes de once años que comprenden muy
poco sobre política o muerte.
Otros de los ejes temáticos es el
del crecimiento personal. Al verse compelidos por las huestes chilenas, tanto
el protagonista como el resto de sus compañeros atraviesan por un proceso
violento de maduración, obligados a asumir acciones impropias para su edad, así
como una conciencia colectiva que resta espacio a la individual.
Por
aquellos días sentí que me convertía en adulto, a pesar de mis doce años. Creo
que todos experimentamos lo mismo. Tomar decisiones que involucraban el destino
del pueblo, nos hizo madurar (…). Pero estos sucesos también sirvieron para
unirnos. Cada quien se preocupaba por los demás. Llegamos a formar un equipo,
una manada (p. 36).
Además, llama la atención la oralidad
que envuelve al relato, ya que en el colofón se nos indica que la historia es
narrada por un anciano que termina sus días en el Asilo Lira.
En cuanto al lenguaje, es destacable el orden y la limpieza de las descripciones
—que sin tener muchas figuras retóricas o imágenes poéticas— es funcional para
darle ritmo y entretenimiento a la trama.
No obstante, si tuviéramos que
anotar aspectos negativos del libro, podríamos mencionar el recurso de la
oralidad. Al inicio del texto, se nos presenta un narrador comentarista que
alienta el artificio de estar escuchando a un narrador presente que nos
interpela: «De un empellón acabé en el suelo con el labio partido ¿Ven esta cicatriz?
Me la hicieron allí» (p. 9); «¡Tendrían que haber vivido en ese tiempo para
comprender!» (p. 10); «¿Qué quién era Elenita? Era la niña más hermosa que puedan
imaginar» (p. 11). Lamentablemente, este recurso no vuelve a repetirse a lo
largo del libro, adoptando una narración más tradicional. De igual manera, ciertos
personajes no son trabajados de forma adecuada, como el caso de Elenita, quien
a pesar de ser descrita de manera acertada, sensorial y tierna:
Tenía el
cabello negro, y su rostro, el color de la miel; vestía siempre de celeste como
los ángeles de la iglesia y olía a membrillo maduro con canela, canela fina.
Ella era lo único que me interesaba como botín de guerra (p. 11).
Después no tiene mayor presencia
en el texto, no cumple un rol gravitante ni sirve para generar tensión dramática
en la trama, haciéndose una mención de ella solo al final de la historia.
En líneas generales, nos
encontramos ante un libro que funciona como una excelente puerta de entrada al
universo ficcional de Goyo Torres. Personajes jóvenes en pleno camino de
maduración, eventos históricos versionados, el compromiso político colectivo y
una prosa cuidada hacen de Cuando llegaron los wayruros un texto
inolvidable.
Hacedor: Anthony Valdivia Valencia
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